«Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad
alegres»
Homilía, inicio del 2º año del trienio de preparación al Bicentenario
Ez 34:11-12.15-16.23-24.30-31; Flp 4:4-9; Mt 18:1-6.10
Homilía, inicio del 2º año del trienio de preparación al Bicentenario
Ez 34:11-12.15-16.23-24.30-31; Flp 4:4-9; Mt 18:1-6.10
Estimados hermanas y hermanas en
Cristo Jesús,
Nos hemos reunido en Becchi, en el Santuario de Don Bosco, para
iniciar el segundo año del trienio como preparación al bicentenario del
nacimiento de Don Bosco. Después de habernos comprometido el año pasado en
conocerlo más profundamente, en amarlo más intensamente e imitarlo fielmente en
su total entrega a Dios y en su absoluta dedicación por los jóvenes, este año
estamos invitados a contemplarlo como educador y por lo tanto en profundizar,
actualizar e inculturar el Sistema Preventivo. Después de haber descubierto
cómo Don Bosco se sintió enviado por Dios a los jóvenes, que eran para él su
razón de ser, su misión, la más preciosa herencia, debemos ahora descubrir qué
les ofrecía a ellos: el evangelio de la alegría a través de la pedagogía de la
bondad. Este es su programa educativo y su método pedagógico.
Para presentarlo, lo hago hablando a nombre suyo, encarnándolo,
como verdadero Sucesor de Don Bosco:
“Me conocen en todo el mundo como un santo que ha sembrado a manos
llenas tanta felicidad. Así, como ha escrito alguno que me conocía muy bien, he
hecho de la alegría cristiana el undécimo mandamiento”. La experiencia me ha
convencido que no es posible un trabajo educativo sin este maravillosa
motivación, este estupendo camino que es la alegría. Te estoy hablando de
la felicidad verdadera, aquella que nace del corazón de quien se deja guiar por
el Señor. La risa estruendosa, el ruido inoportuno son cosas de un momento; la
alegría del cual te hablo viene de dentro, y permanece porque viene de Jesús,
cuando es acogido sin reservas. Siempre solía afirmar “Estad alegre, pero que
vuestra alegría esté lejana del pecado”. Y para que mis muchachos estuvieran
plenamente convencidos agregaba. “Si queréis que vuestra vida sea alegre y
tranquila, debéis estar en gracia de Dios, porque el corazón del joven que está
en pecado es como el mar en continua agitación”. Les recordaba siempre que la
“alegría nace de la paz del corazón”. Insistía: “Yo no quiero otra cosa de los
jóvenes sino que sean buenos y que estén siempre alegres”. Sé que alguno ha
dicho: “Si San Francisco de Asís santificó la naturaleza y la pobreza, Don Bosco santificó el trabajo y
la alegría. Él es el santo de la vida cristiana comprometida y alegre”. Esta
frase me gusta por dos motivos: sea porque se coloca al lado de un santo simpático y siempre actual como
lo es el estupendo joven de Asís, sea porque el autor de la frase ha retomado
el secreto de mi santidad: el trabajo y la alegría.
Tú lo sabes: viví en tiempos difíciles y llenos de fuertes
turbulencias. Yo decía: Nuestros tiempos son difíciles. Fueron siempre así, pero Dios jamás faltó con su ayuda”. La confianza en la Divina
Providencia explicaba mi inquebrantable optimismo. Era una de las tantas
lecciones de vida que había aprendido de mi madre.
“Don Bosco tenía como arma la bondad”: así escribió de mi un
salesiano, entusiasta
y sabio que yo había conocido cuando apenas era un muchacho y lo había
confesado algunas veces. La alegría es mi simpático billete de visita, mi
bandera. No una más.
Esperaba a mis muchachos el domingo en la mañana en Valdoco; era
para mí una fiesta. Cuando descendía al encuentro con los limpiachimeneas, los
albañiles, los obreros de mil trabajos, venían – es verdad – por los juegos,
por un pedazo de pan y un trozo de salami, para pasar un jornada diversa, pero
sobre todo, y yo lo sabía, llegaban porque había un sacerdote que los amaba y
que sabía gastar horas y horas por hacerlos felices.
Te quiero revelar un secreto: jamás me consideré un educador que
era también sacerdote; yo era un sacerdote (había llegado a esta meta después
de años de sufrimiento, de privaciones y de entrega) que ejercitaba, vivía y
testimoniaba su sacerdocio mediante la educación. Mejor todavía, me convertí en
educador porque era sacerdote para ellos.
Lo sé: alguno, a veces, me presenta como el eterno saltimbanqui de
los Becchi y piensa que me hace un gran favor. Sin embargo es una imagen
reductiva de mi ideal. Los juegos, los paseos, la banda de música, las
representaciones teatrales, las fiestas eran un medio, no un fin. Yo tenía en
mente aquello que ciertamente escribía a mis muchachos: “Uno sólo es mi deseo:
verlos felices en el tiempo y en la eternidad”.
Por eso entenderán a aquél maravilloso muchachito que es Domingo
Savio y a quién yo le había señalado la alegría como un camino de auténtica
santidad. Y él había entendido, cuando explicaba a su amigo que apenas llegaba
a Valdocco y se encontraba completamente confundido: “Sabes que nosotros
hacemos consistir la santidad en estar siempre alegres: Procuramos solamente
evitar el pecado, como un gran enemigo que nos roba la gracia de Dios y la paz
del corazón, y cumplir fielmente nuestros deberes”. Este estupendo adolescente,
rico de gracia y de bondad, no hacía otra cosa que presentar a su amigo Camillo
Gavio el idéntico camino de santidad juvenil que le había sido propuesto algún
mes antes.
Desde muchacho, el juego y la alegría fueron para mí una forma de
apostolado serio, del cual yo estaba firmemente convencido. Para mí la alegría
era un elemento inseparable del estudio, del trabajo y de la piedad. A
Francesco Besucco, otro muchacho ejemplar del cual escribí una biografía, le
había sugerido: “Si quieres ser bueno, practica tres
cosas y todo te saldrá bien. Éstas son: Alegría, estudio y piedad”. Cuando inicié
en Valdocco, tenía un sueño en el corazón: crear un clima de familia para
tantos jóvenes que estaban lejos de su casa por el trabajo o porque jamás
habían sentido un gesto de verdadero afecto. La alegría ayudaba a crear este
ambiente. Hacía superar las estrecheces de la pobreza y regalaba serenidad en
todos los corazones. Sé que un muchacho de aquellos primeros años (llega a ser
sacerdote de la Iglesia de Turín, uno de los miles de sacerdotes que crecieron
en esta primera casa salesiana) recordando
los años “heroicos” lo describía así: “Pensando como se comía y cómo se
dormía, nos maravillamos de haber podido vivir, sin sufrir y sin lamentarnos. Eramos felices, vivíamos del afecto”. Vivir y trasmitir la alegría era una forma de vida, una
elección consciente de pedagogía en acción. Para mi el muchacho era siempre un
muchacho, su exigencia profunda era la alegría, la libertad y el juego.
Encontraba natural que yo, sacerdote para los jóvenes, trasmitiera a ellos la
buena y alegre noticia contenida en el Evangelio. Quien posee a Jesús vive en la alegría. Y
yo no lo haría con el rostro desagradable, sombrío y brusco. Los jóvenes tenían
necesidad de saber que para mi la alegría era algo tremendamente serio. Que el
patio era mi biblioteca, mi catedra donde yo era al mismo tiempo profesor y
alumno.
Que la alegría es ley fundamental
de la juventud. Entiendes ahora la importancia que yo le daba a las
celebraciones de las fiestas, sacras o profanas: ellas poseían una enorme carga
pedagógica y terminaban por hablar al corazón, valoraba el teatro, la música,
el canto. Organizaba con los más mínimos detalles los paseos de otoño. Recuerdo
como si fuera hoy: entrabamos en los pueblos con la banda al frente, éramos
acogidos por los párrocos y por los señores del lugar que nos aseguraban el
alojamiento y el alimento de cada día. Las jornadas eran intensas: visitas a
los personajes de interés, celebraciones mañana y tarde, presentaciones de la
banda musical, espectáculos teatrales en palcos improvisados en la plaza
principal. Y risas hasta no acabar. Risas que dejaban el recuerdo de una
alegría serena. Mostraba a los muchachos y, de reflejo a mis paisanos,
que servir a Dios puede ir perfectamente unido a la honesta alegría”.
En el año 1847 imprimí un libro de formación cristiana, el Joven
Instruido. Lo había escrito robando muchas horas a mi sueño. Las primeras
palabras que los muchachos leían eran estas: El primero y principal engaño con
el que el demonio suele alejar a los jóvenes de la virtud es hacerles
creer que servir al Señor consiste en una vida melancólica y lejana de toda
diversión y placer. No es así, queridos jóvenes. Yo les quiero enseñar un
método de vida cristiana, que los haga, al mismo tiempo, alegres y felices, ajustándose
a las verdaderas diversiones y los verdaderos placeres. El verdadero propósito
de este folleto es, servir al Señor y estar siempre
alegres”.
Como ves, para mi la alegría asumía un profundo significado
religioso. En mi estilo educativo había una equilibrada combinación de sacro y
profano, de naturaleza y gracia. Los resultados no tardaron en aparecer, tanto
que en algunas notas bibliográficas, que fui casi obligado a escribir podía
asegurar: "Fieles a esta mezcla de devoción, diversión y paseos, cada uno
estaba atento a cualquier señal, que no sólo eran obedientes a mis órdenes,
sino que estaban ansiosos que les confiara alguna tarea".
La experiencia me había convencido que “un santo triste es un
santo que no fascina, que no convence”. Yo hablaba de alegría no de
inconsciencia o superficialidad. La alegría, para mí, apuntaba directamente al
optimismo, a la confianza amorosa y filial en un Dios providente; era una
respuesta concreta al amor con que Dios nos rodea y nos abraza; era aquel
resultado de la aceptación entusiasta de las exigencias de la vida”. Y lo
decía con una imagen: “Para recoger las rosas, se sabe, que se encuentran las
espinas; pero con las espinas está siempre la rosa”.
No me contentaba que los jóvenes estuvieran alegres; quería que
ellos difundieran este clima de fiesta, de entusiasmo, de amor a la vida. Los
quería constructores de esperanza y de alegría. Misioneros de otros jóvenes
mediante el apostolado de la alegría. Un apostolado contanjiante.
Insistía: “Un pedazo de paraíso ajusta todo”. Y
con esta simple expresión, tomada de los labios de mi madre, indicaba una
perspectiva que iba más allá de las fragilidades y contingencias humanas; abría
una esperanza de futuro, de eternidad, les enseñaba a ellos que las “espinas de
la vida serán las flores para la eternidad”.
Carísimos hermanos y hermanas, es muy cercano a mi corazón
compartir con vosotros vuestro empeño y dedicación por contemplar a Don Bosco
educador y ofrecer a los jóvenes el Evangelio de la alegría a través de la
Pedagogía de la Bondad.
Don Pascual Chávez V., SDB
Colle Don Bosco – 16 Agosto 2012
Colle Don Bosco – 16 Agosto 2012
Fuente: SDB.ORG